Hace veinticinco años, Víctor Humareda se paseó por última vez por la Escuela Nacional de Bellas Artes. Ese día, los estudiantes fueron sorprendidos por tan inesperada visita, pero atinaron a poner al maestro sobre sus hombros y lo pasearon en silencio alrededor de la pileta del primer patio. Allí, lo vieron pasar el grave Moisés de Miguel Ángel y la mirada tierna de la María que contempla a su hijo yaciente, quien tal vez recuerda, en su memoria inmaterial, el momento en que Víctor la contempló extasiado por primera vez, hace ya cuarenta y siete años. Sin embargo, esa no era la primera vez que sus miradas se cruzaban, pues Víctor ya conocía La Pietá: había una reproducción exacta en la Catedral de Lampa, en Puno, su tierra natal.
Con la misma convicción con la que Martín Chambi se marchó a Arequipa para ser fotógrafo veinte años antes, Humareda se vino a Lima para ser pintor. A los dieciocho años se escapó de su casa y llegó hasta Arequipa, de donde fue reembarcado por unos familiares de vuelta a Puno. Al año siguiente, con la venia materna, llegó a Lima y se matriculó en la ENBA, pero el dinero le alcanzó solo para tres meses de alojamiento, luego se vio obligado a abandonar los estudios y se puso a trabajar. Reingresó en 1941 y no se retiró hasta dominar el dibujo y el color, como lo demuestran una medalla de oro y una beca de estudios en Argentina.
UN PARADIGMA
Cuarenta años han pasado desde la primera vez que vi a Humareda. Estaba trabajando en un taller del primer año en la ENBA, cuando un barullo nos hizo salir a todos al patio. Humareda iba rodeado de alumnos del último año, mientras avanzaba hacia el traspatio, donde estaba la cafetería. Con una población mayoritariamente provinciana en la escuela, Humareda era un paradigma. Era cholo y famoso, era reconocido como un gran pintor y todos lo querían, salvo los profesores, por cierto. Humareda nunca fue profesor contratado, pero nadie enseñó a estos muchachos más que él. Dictó cátedra con su vida, vivió solo y recluido, e hizo sacrificios inimaginables para crear las condiciones para poder hacer lo que más le gustaba en la vida: pintar. Hace veinticinco años su palabra retumbó en el salón de actos de la ENBA mientras su cuerpo yacía en el medio de la sala rodeada por frisos del Partenón y la tristeza de los estudiantes. “Necesito ver las ranas de Aristófanes”, levantó la voz Benjamín Sevilla, leyendo el manuscrito “Mutatis Tatis Mutandis”, escrito por Humareda en 1983. “Mi angustia es siempre pintar la belleza […] Los grandes espíritus son atormentados […] La búsqueda de la belleza es sacrificio y el camino es áspero… Mi mundo es extraordinariamente maravilloso y bello”. No por incomprendido menos cierto.
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